José Pedro Hernández , Historiador y académico Universidad de Las Américas
No hay chilena ni chileno que no haya vivido el ritual sagrado de abrir una marraqueta recién salida del horno; ese momento en que el pan cruje entre las manos y anuncia que todo está en su lugar. Porque sí, la marraqueta no es solo pan, es la compañera infaltable del desayuno, el almuerzo y la once; la aliada perfecta del pebre, la que le da alma a un buen choripán, y esa misma que puede desatar una pequeña batalla por quién se lleva el último trozo en la mesa familiar. Un verdadero ícono nacional que, aunque sentimos tan nuestro, guarda una historia tan crujiente como su cuerpo.
Pero, ¿de dónde viene la marraqueta? Como en toda buena historia, hay varias versiones y ninguna certeza absoluta. Una de las más queridas y quizás, la más aceptada, es aquella que habla de dos hermanos franceses, de apellido “Marraquette”, que llegaron a Valparaíso a principios del siglo XX. Traían consigo una receta similar a la del baguette de su tierra natal, pero aquí, entre cerros y bruma marina, aquella masa se transformó, se volvió más aireada, crujiente, con ese característico corte en cruz que invita a compartir. Y fue desde la ciudad porteña desde donde la marraqueta comenzó su viaje, metiéndose de a poco en cada hogar, en cada urbe, en cada desayuno dominguero.
Pero otras de las versiones planteaotra de las versiones plantea que esta historia es más antigua. Que ya en los tiempos de la independencia, en las panaderías de La Chimba, el antiguo barrio al norte del río Mapocho, un español llamado Ambrosio Gómez elaboraba un pan muy similar. Incluso el mismísimo Claudio Gay, botánico francés que se dedicó a estudiar Chile en el siglo XIX, mencionó este tipo de pan en sus observaciones. ¿Y entonces? ¿Será que la marraqueta no vino de Francia, sino que nació aquí, en nuestras manos, mezclando lo mejor de la tradición europea con el sabor de lo local?
Sea cual sea su origen, lo cierto es que no hay otro pan como la marraqueta. En Concepción le llaman pan francés, en Valparaíso pan batido, y en parte de nuestro territorio, simplemente marraqueta. Pero sin importar el nombre, este pan tiene estatus de estrella, no se guarda porque pierde su magia, se disfruta con mantequilla que se derrite al instante, y en los asados es la elegida para recibir la primera longaniza salida de la parrilla.
Así que ya lo saben, la próxima vez que compren o saboreen una marraqueta bien crujiente, recuerden que más allá de su nombre o historia, lo importante es que sigue presente. En cada mesa, en cada once, recordándonos que a veces lo más simple (harina, agua, sal y levadura) puede transformarse en un manjar que nos une como pocos.