La reciente noticia de un estudiante TEA que agredió a su profesora remeció a la opinión pública. Las redes sociales se llenaron de discursos de odio y desinformación. Se habló de “alumnos peligrosos”, de “niños que deberían estar en escuelas especiales”. Pocos preguntaron qué llevó a ese joven a ese punto. Y menos aún, qué se hizo —o no se hizo— antes de que ocurriera lo inevitable.
Las cifras de la Superintendencia de Educación muestran una tendencia alarmante: las denuncias por agresiones físicas en los establecimientos escolares se han triplicado en los últimos cinco años. Pero no solo de estudiantes hacia profesores. También hay de violencia docente hacia niños y niñas, muchas veces silenciada, normalizada o minimizada.
El 80% de los conflictos no tienen causas simples. Muchas veces responde a contextos de exclusión, negligencia institucional, abandono emocional o falta de apoyo profesional. Los estudiantes con diagnósticos neurodivergentes como el TEA son especialmente vulnerables a ese abandono. El caso de Trehuaco no es una excepción, sino un síntoma.
El Trastorno del Espectro Autista no equivale a violencia. No justifica ni condena conductas. Pero sí implica una forma distinta de percibir, procesar y responder al entorno. El estudiante agresor, según se ha informado, no contaba con un Plan de Apoyo Individual, ni con acompañamiento de un equipo especializado. Asistía a clases como uno más, pero sin las condiciones mínimas de inclusión.
La normativa está. El Decreto 586 existe. Las escuelas llenan formularios, ajustan planes, rinden cuentas. Pero la inclusión —la real— no ocurre en un papel. Ocurre en las aulas, en los patios, en los pasillos donde habitan niños que no encajan en los moldes del sistema.
La inclusión, en muchos casos, se ha vuelto un trámite. Un proceso protocolizado. Una lista de chequeo que simula cumplimiento. Pero no transforma. No acompaña. No protege. No hay cultura inclusiva. No hay preparación profunda. No hay voluntad política suficiente. Hay discursos. Hay papeles. Hay exigencias sin respaldo.
Y frente a ese vacío, las escuelas improvisan. Se autoforman. Buscan información en internet. Hacen talleres con lo que tienen. Construyen a pulso lo que debería estar garantizado por política pública. La pregunta no es si queremos inclusión. La pregunta es por qué la estamos dejando caer en manos solas. Sin infraestructura. Sin equipos. Sin espacios. La inclusión no puede ser un acto de heroísmo cotidiano. Tiene que ser un derecho garantizado. Un compromiso compartido. Una política viva, no una obligación muerta.
Bernardo Cabezas Valenzuela, Patricia Estay Mena, Ángela Rocco Soto, académicos Universidad Santo Tomás, especialistas en inclusión educativa y políticas públicas