Por Héctor Lira

Head of Transformation & Talent, NTT DATA Europe & Latam

Profesor del Departamento de Liderazgo Estratégico, Universidad Adolfo Ibáñez

 

Hace algún tiempo que vengo observando un patrón que se repite con bastante frecuencia en equipos de la alta dirección en empresas chilenas. La escena es la siguiente: en un comité ejecutivo se discuten problemas detectados a través de la última encuesta de clima laboral donde aparecen mal evaluados los atributos de “liderazgo” de diferentes estamentos de la organización, ante lo cual rápidamente se esboza la hipótesis de un déficit de habilidades “blandas” en la compañía.

En mi experiencia, esta distinción entre habilidades o competencias “blandas” y “duras” suele generarse desde dos lugares. El primero, donde se habla de las “habilidades blandas” como algo banal que poco o nada tiene que ver con los desafíos del negocio –“esto es algo de recursos humanos”–. El segundo, donde se la da una importancia principalmente retórica –“hay que trabajar en las habilidades blandas”–, pero sin mayor reflexión respecto de qué son y porqué son importantes para la empresa, abordándolo más como un cliché que está de moda que como un habilitador clave para la organización. 

Ahora bien, ¿cuál es realmente el problema de que altos directivos utilicen esta distinción entre lo “blando” y lo “duro” para referirse a las habilidades de colaboradores y líderes? Antes de responder es importante comprender cuándo y dónde nace la noción de las “soft skills”. Esta surge a principio de los años setenta dentro de la jerga militar norteamericana para hacer referencia a todas aquellas habilidades que no guardaban relación con saber usar maquinarias y/o dispositivos. En ese entonces, las habilidades “soft” eran accesorias al desempeño de las tareas técnicas, operativas y administrativas que tradicionalmente los soldados ejecutaban. 

A lo anterior se le suma otro elemento muy revelador. Las habilidades “blandas” cargan con estereotipos muchas veces sexistas. Los cuales, si bien en los últimos años se aplican desde enfoques más benevolentes –“ellas tiene habilidades blandas que nosotros, los hombres, no tenemos”–, a veces también reducen de forma peyorativa lo “soft” a “habilidades exclusivamente femeninas”. En consecuencia, muchas organizaciones activan estrategias simplistas como, por ejemplo, contratar más mujeres en equipos ejecutivos con el único argumento de tener más habilidades estereotipadas como “blandas”, cuando quizás deberían responsabilizarse de desarrollar ellos mismos las nuevas capacidades necesarias para los desafíos que se avecinan. 

En ese sentido, el lenguaje no es una “herramienta” que se encuentra al servicio de los individuos, por el contrario, el lenguaje influye fuertemente en las ideas y decisiones de las personas; estamos determinados por el sistema de significados y significantes en el que estamos inmersos. Un ejercicio que podemos hacer para validar esta hipótesis es buscar a algún colaborador que tenga un puesto de autoridad y lanzarle una frase del tipo “tienes un liderazgo muy blando” para evaluar su reacción y el efecto del adjetivo “blando” en el contexto de sus habilidades. Ahora multipliquen esto por la cantidad de empleados y conversaciones que ocurren dentro de la organización.

Se preguntarán, ¿pero es realmente para tanto?, ¿por qué importa hacerse consciente de cómo usamos las palabras dentro de las empresas y, en este caso en particular, de reflexionar acerca de la semántica de lo “blando” versus lo “duro” aplicado a la organización? La respuesta es simple: su sobrevivencia y progreso depende de ello. 

En un mundo donde, por ejemplo, existen altos niveles de ansiedad e incertidumbre debido a las crisis políticas, sanitarias, económicas y bélicas, las empresas buscan personas que les ayuden a sortear los diferentes desafíos, con habilidades como, por ejemplo, la resiliencia, el pensamiento crítico, la apertura al aprendizaje y la flexibilidad. Tanto así, que según estudios recientes, cerca del 70% de las empresas valoran más esas “soft skills” que las técnicas al momento de contratar o ascender. 

Es obvio que solo resignificando palabras no se resuelve el problema, ya que esto tiene que ir acompañado de una transformación a nivel de mentalidad, conductas y prácticas. En esa línea, cabe cuestionarse ¿qué otros conceptos podemos estar usando con la misma liviandad y falta de reflexión en nuestros equipos?, ¿cómo podemos resignificar algunos conceptos que podrían estar frenando el progreso de nuestros colaboradores y, por consiguiente, de nuestras organizaciones?

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