Si hay algo que todos los candidatos prometen en campaña es cuidar a la gente. Unos dicen que, con más Estado, otros con menos, y algunos con uno que funcione “como empresa privada”. Pero la señora Juanita, que hace fila en el consultorio, paga el gas con miedo y espera la pensión prometida, ya no escucha discursos sobre modelos: quiere saber cuándo el Estado va a dejar de prometer y empezar a cumplir. En Chile, la red de protección social es como una colcha remendada: cada gobierno cose un parche nuevo sin revisar los hilos viejos.

Evelyn Matthei y José Antonio Kast ofrecen la versión gerencial del bienestar: menos gasto, más control, y un Estado que mida cada peso invertido. Matthei promete mantener la PGU, mejorar la gestión de salud y educación, y premiar el ahorro individual. Kast, más entusiasta del orden, quiere devolverle el protagonismo a la familia y a la libertad de elección, incluso en pensiones y salud. Ambos apuestan a que la eficiencia reemplace la expansión, lo que suena razonable, hasta que uno recuerda que la señora Juanita no puede elegir entre FONASA e ISAPRE porque apenas tiene para el pan. En teoría, es el Estado austero; en la práctica, el mismo de siempre, pero con planillas Excel.

En la vereda de enfrente, Jeannette Jara y Marco Enríquez-Ominami hablan del Estado social, el que promete cuidar a todos y coordinarlo todo. Jara quiere ampliar derechos, fortalecer el sistema público de pensiones y articular servicios sociales con enfoque de bienestar. MEO propone lo mismo, pero con inteligencia artificial y un banco estatal que financie empleo verde. Ambos suenan a modernidad y justicia, pero chocan con el muro más duro de la política chilena: la capacidad del Estado para ejecutar. En un país donde se demora tres años en entregar un subsidio habitacional, la promesa de un Estado universal tiene tanto de noble como de optimista.

Más al centro, Franco Parisi y Harold Mayne-Nicholls se mueven con pragmatismo. Parisi quiere transferencias digitales y auditorías al gasto; Harold prefiere un Estado cercano, municipalista, que pague a tiempo y atienda sin tanto papel. Son soluciones pequeñas, pero sensatas: la señora Juanita probablemente las agradecería más que otra reforma estructural que nunca llega. En cambio, Johannes Kaiser y Eduardo Artés viven en universos paralelos: uno imagina un Estado tan delgado que no alcanza para un semáforo; el otro, tan gigantesco que necesitaría una galaxia de ministerios. Ambos tienen fe en ideas imposibles, pero poco aprecio por la gestión.

Al final, el bienestar no se trata de “más” o “menos” Estado, sino de un Estado que funcione. Que pague a tiempo, atienda sin humillar y no se enrede en sus propios procedimientos. La señora Juanita no pide milagros: pide dignidad con eficiencia. Y aunque los candidatos se esfuercen en ofrecerle revoluciones o balances equilibrados, ella ya lo intuye: la política siempre discute sobre el tamaño del Estado, porque ninguno sabe cómo hacerlo trabajar.

Lucas Serrano
Cientista Político y director de la carrera de Administración Pública
Universidad San Sebastián

 

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