Cuesta imaginarlo, pero basta con detenerse un segundo para sentir el alivio: un estudiante sin celular vuelve a mirar a sus compañeros, a conversar sin interrupciones, a existir sin la obligación permanente de revisar en las redes quién dijo que de él. Un alumno o alumna que ha sufrido agresiones digitales tendrá, al menos durante la jornada escolar, un respiro real. Horas sin el peso de ese dispositivo que le recuerda una y otra vez lo que otros opinan, inventan o comentan. Horas de descanso mental y emocional. No es menor.
Imagino un colegio, un liceo o un jardín infantil sin celulares y me viene una sensación inmediata de tranquilidad. Recuperaríamos parte de la vida que teníamos antes: la de los recreos llenos de juego, conversación y movimiento; la del aprendizaje sin notificaciones que interrumpen cada tres minutos; la del vínculo real, donde la mirada del otro importa más que la pantalla. No se trata de nostalgia, sino de salud mental, de convivencia, de aprendizaje profundo.
La evidencia internacional —amplia y persistente— ha mostrado que la exposición permanente a redes sociales aumenta la ansiedad, el estrés académico y la conflictividad escolar. Países como Francia, Italia, Inglaterra, Finlandia, China, Brasil y Australia ya avanzaron en prohibiciones o restricciones estrictas. No son medidas aisladas ni impulsivas, todas responden al mismo diagnóstico. En los últimos años, los reportes de ciberacoso crecieron, los problemas de convivencia se intensificaron y las escuelas se vieron sobrepasadas por conflictos cuyo origen está directamente ligado al uso del celular dentro del establecimiento. Y, aunque no lo queramos admitir, la presión social que viven niños y adolescentes en línea es un factor que afecta su bienestar emocional de manera sostenida.
Por eso, lo que ocurrió en Chile importa. Los senadores aprobaron un proyecto que parecía difícil, pero necesario. Una decisión que pone al centro a los estudiantes y no a los dispositivos. Que reconoce que la escuela debe ser un espacio protegido, formativo, humano. Que entiende que aprender requiere foco, calma, conversación, juego y presencia.
No es una ley contra la tecnología. Es una normativa a favor de la infancia, de la salud mental, de la convivencia y del aprendizaje. Es un límite necesario para que las redes no sigan ocupando el lugar que corresponde a los profesores, a los amigos, a la creatividad, al silencio y a la curiosidad.
Hoy, sinceramente, respiro. Y agradezco que en esta ocasión haya primado un acuerdo claro y sensato. Porque un estudiante sin celular no queda desconectado del mundo, sino que reconectado consigo mismo y con los demás.
María Jesús Honorato Decana Facultad de Educación Universidad de Las Américas





















