José Pedro Hernández, Historiador y académico Facultad de Educación Universidad de Las Américas
Las silenciosas campanas que resuenan en la memoria de Santiago, ubicadas en el ex Congreso Nacional, son el único vestigio de la tragedia que consumió a la Iglesia de la Compañía aquel fatídico 8 de diciembre de 1863. Ese día, miles de personas, ricos y pobres, se congregaron en el emblemático templo, uno de los pocos de la ciudad que ostentaba un reloj en su frontis. Desde las seis de la tarde, la multitud aguardaba la misa de las ocho, abarrotando el templo que estaba iluminado por más de tres mil velas, alimentadas con parafina y grasa animal, según crónicas de la época. Esta atmósfera de fervor religioso se transformaría en una trampa mortal.
Al encenderse uno de los quemadores por el sacristán, una chispa accidental prendió las decoraciones de papel, desatando un infierno en cuestión de minutos. El pánico se apoderó de los fieles, que en su desesperada búsqueda por escapar se encontraron con un obstáculo fatal, las puertas se abrían hacia adentro. La presión de la multitud, presa del terror, convirtió las salidas en un muro infranqueable. Como si fuera poco, la cúpula, la torre y el campanario, se desplomaron sobre los atrapados, agravando la tragedia. En minutos, más del 2% de la población santiaguina, en su mayoría mujeres, pereció entre las llamas, los escombros y la asfixia.
Este devastador incendio, que cobró más de dos mil vidas, no sólo dejó una profunda cicatriz en la sociedad santiaguina, sino que también expuso la precariedad de las medidas de seguridad de la época. De sus cenizas, sin embargo, surgió la primera compañía de bomberos de Santiago, fundada oficialmente el 20 de diciembre de 1863.
Las campanas de la Iglesia de la Compañía, mudos testigos del horror, se erigen hoy como un conmovedor memorial, un recordatorio de la importancia de la prevención y un homenaje a las víctimas de aquella noche trágica, instándonos a no olvidar las lecciones del pasado.
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