Cada 5 de noviembre se conmemora el Día Mundial de la Sensibilización sobre los Tsunamis, instaurado por las Naciones Unidas tras el devastador evento del Océano Índico en 2004. Aquel desastre, con más de 230.000 víctimas en 14 países, demostró que el conocimiento científico y la educación pueden salvar vidas. Esta fecha nos recuerda que entender las leyes naturales es la mejor forma de convivir con su fuerza.

Desde la física, un tsunami es una onda de gran longitud y enorme energía generada por el desplazamiento repentino de una gran masa de agua. La causa más común es un terremoto submarino: cuando dos placas tectónicas se traban durante décadas y luego liberan súbitamente su energía; una de ellas puede elevar o hundir el fondo oceánico varios metros en cuestión de segundos. Esa violenta deformación se transmite directamente al agua, empujando hacia arriba o haciendo descender una enorme columna líquida sobre el área afectada.

A diferencia de las olas que forma el viento, un tsunami involucra el movimiento simultáneo de toda la masa de agua desde la superficie hasta el fondo. En océano abierto, la fricción con el fondo es mínima y la disipación de energía casi nula. Por eso, el tsunami mantiene su forma y velocidad durante miles de kilómetros, desplazándose como una vasta ondulación apenas perceptible. Mientras una ola común transporta energía superficial, el tsunami transporta energía volumétrica, integrada en toda la columna de agua, lo que le otorga una estabilidad extraordinaria.

En mar profundo, la altura de la ola puede ser de apenas medio metro, imperceptible incluso para las embarcaciones. Sin embargo, viaja a más de 700 kilómetros por hora, comparable a la velocidad de un avión comercial. Solo cuando el fondo marino comienza a elevarse cerca de la costa, la energía almacenada encuentra un obstáculo: el agua se desacelera, la longitud de onda se acorta y la energía se comprime verticalmente. La ola crece de manera abrupta y se transforma en una muralla líquida que puede superar los veinte metros. El fenómeno del retroceso del mar, observado antes del impacto principal, ocurre cuando el primer frente de onda arrastra el agua hacia el océano, dejando momentáneamente al descubierto el fondo costero antes de la llegada devastadora de la cresta.

El peligro real de un tsunami no está en una sola ola, sino en la serie completa. Pueden llegar varias, separadas por minutos u horas, y la más destructiva no siempre es la primera. La energía se refracta y concentra según la forma del fondo marino y de la costa: bahías y estuarios pueden amplificar la altura del agua, mientras otras zonas pueden atenuarla. Así, un mismo evento causa efectos leves en un punto y devastación total a pocos kilómetros de distancia.

Chile, uno de los países más sísmicos del planeta, conoce bien esta amenaza. Los tsunamis de 1960, 2010 y 2015, mostraron la importancia de la preparación comunitaria. Gracias a la física, hoy existen sistemas de alerta temprana que usan sensores de presión, boyas y satélites para detectar variaciones mínimas en el nivel del mar y emitir avisos con anticipación. Pero ningún instrumento sustituye la educación y la conciencia ciudadana: un sismo prolongado y un mar que se retira son señales que no deben ignorarse.

Este día nos recuerda que la física no solo describe el movimiento de las olas, sino también la relación entre conocimiento y supervivencia. Comprender cómo se genera y propaga un tsunami es entender la dinámica viva de nuestro planeta. La energía que lo origina es parte del equilibrio profundo de la Tierra: la misma que construye cordilleras y modela océanos.

 

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Equipo Prensa
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