Como cada elección presidencial, los candidatos recorren el país hablando de seguridad, empleo y crecimiento económico. Pero cuando se trata de educación, la conversación es superficial. Promesas genéricas, diagnósticos repetidos y pocas propuestas concretas. Pese a que todos reconocen su importancia, la educación sigue quedando fuera del debate político cuando, sin embargo, es justamente ahí donde nos jugamos buena parte del futuro.

Las brechas de aprendizaje que dejó la pandemia aún no se cierran, los resultados escolares muestran retrocesos y miles de docentes enfrentan condiciones laborales que los agotan y desmotivan. Mientras tanto, el sistema educativo sigue fragmentado, con profundas desigualdades entre comunas, sostenedores y niveles socioeconómicos.

Hablar de educación no es solo hablar de escuelas o universidades. Es hablar de igualdad de oportunidades, de desarrollo y de democracia. Un país que no garantiza una formación integral y de calidad para todos sus niños, niñas y jóvenes, condena su futuro a la desigualdad y la frustración.

Por eso, resulta preocupante el silencio —o la liviandad— con que los presidenciables están abordando este tema en el reciente debate presidencial. La educación requiere una mirada de Estado, no solo de campaña. Se necesita un compromiso con la formación docente, con el fortalecimiento de la educación pública, con la inclusión y la educación inicial, y con políticas que reconozcan la diversidad del territorio y de las comunidades.

Es cierto: hablar de educación no da votos rápidos. Los resultados de una buena política educativa se ven en años, no en encuestas. Pero los países que entienden eso son los que progresan. Por el contrario, los que la relegan a segundo plano repiten los mismos diagnósticos elección tras elección, mientras sus brechas crecen y su talento se desperdicia.

Hoy, en el duro escenario que enfrentamos, se hace más necesario que nunca, poner la educación en el corazón del debate presidencial, como la base del proyecto de país que queremos construir.

Si los candidatos no lo entienden, serán ellos —y todos nosotros— quienes paguemos el precio de su silencio.

Por Ricardo Gutiérrez

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