Vania Riquelme Académica Carrera de Educación Diferencial Universidad de Las Américas, Sede Concepción

En el contexto educativo chileno, con la Ley de Inclusión Escolar N°20.845 y el Decreto 170 impulsando la diversidad y la eliminación de barreras, surge una pregunta clave: ¿es verdaderamente inclusivo mantener en aula común a un niño que no ha aprendido a leer en el primer ciclo básico?

En muchas escuelas, inclusión se confunde con simple presencia. Pero, como señalan Booth y Ainscow, “incluir no significa colocar a todos en el mismo lugar, sino asegurar que participen y aprendan en igualdad de condiciones”. Pensemos en un niño de tercero básico que no ha adquirido lectoescritura: permanece como oyente, sin acceso real al aprendizaje. ¿Podemos llamar a esto educación inclusiva o es una forma pasiva de exclusión?

Leer es una habilidad base para todo aprendizaje. Sin ella, las brechas crecen, como explica Stanovich con el “efecto Mateo”: quienes más saben, más aprenden; quienes tienen dificultades, se estancan. Aquí, una intervención focalizada y personalizada no contradice la inclusión, sino que la hace posible.

Muchos estudiantes con dificultades severas de lectura requieren abordar funciones ejecutivas, conciencia fonológica o memoria de trabajo mediante estrategias sistemáticas y explícitas. Trooesen advierte que quienes tienen dislexia o problemas graves de lectura necesitan una enseñanza más intensiva que la ofrecida en aulas regulares. Negar este apoyo, en nombre de una inclusión mal entendida, invisibiliza la necesidad pedagógica.

Hoy, la educadora o el educador diferencial es mediador(a) del aprendizaje, detecta barreras, diseña apoyos y colabora con el docente para que cada niño, especialmente con necesidades educativas especiales, acceda a una educación de calidad. Modelos como el Diseño Universal de Aprendizaje (DUA) y la Respuesta a la Intervención (RTI) promueven apoyos universales, específicos y personalizados; es en este último nivel donde la intervención individual, especialmente en lectura, es crucial.

La inclusión no puede reducirse a la permanencia física: un niño que no ha aprendido a leer merece apoyos concretos y eficaces. No basta con incorporar cuerpos en el aula; debemos sumar mentes en el conocimiento, y a veces, el camino más inclusivo es el más personalizado.

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Equipo Prensa
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