Lo que comenzó como una herramienta práctica para compartir tareas y coordinar actividades, hoy se ha transformado en un espacio de creciente preocupación ya que, si bien puede fortalecer la pertenencia, también puede convertirse en foco de exclusión, “ciberpelambres” y hostigamiento digital.

El uso de grupos de WhatsApp entre estudiantes se ha generalizado como extensión de la vida de curso: allí se coordinan tareas, se comparten bromas, se plantean dudas académicas y se fortalece la pertenencia al grupo de compañeros. Sin embargo, “ esta convivencia digital también conlleva riesgos como mensajes ofensivos, exclusión deliberada, rumores, publicación de imágenes sin consentimiento, e incluso el rechazo de un estudiante al que se le “deja fuera” del chat o se bloquea su participación”, explica Camila Ovalle, psicóloga clínica y fundadora de bow.care

Según estudios recientes, cerca del 30 % de los estudiantes declara haber sido víctima de ciberacoso dentro del grupo de WhatsApp de su curso, y más de la mitad reconoce haber presenciado agresiones hacia otros compañeros. Las consecuencias no son menores: los jóvenes que sufren o presencian estas dinámicas muestran menor sentido de pertenencia escolar, más síntomas de ansiedad y un mayor riesgo de aislamiento social.

La profesional de Bow.care, detalla que exclusión digital, como sacar a un compañero del grupo o ignorar sus mensajes, puede ser tan dañina como el bullying presencial. “Estos espacios funcionan como una extensión del aula, por lo que el clima que se genera en ellos influye directamente en la convivencia y la salud emocional de los estudiantes”. 

Entre los comportamientos más comunes reportados por los adolescentes se encuentran los insultos, las burlas, el envío de fotos sin consentimiento, la expulsión de miembros y la creación de subgrupos para hablar mal de otros. Investigaciones internacionales advierten que cuando el grupo normaliza el lenguaje agresivo o las bromas ofensivas, aumenta la probabilidad de que los demás participantes se sumen o toleren ese comportamiento.

La exposición constante a burlas o exclusión digital puede provocar estrés, alteraciones del sueño, baja autoestima, retraimiento social e incluso síntomas depresivos. El daño psicológico se potencia por la dificultad de “escapar” del grupo y la permanencia de los mensajes compartidos. “Cuando un estudiante se siente aislado o rechazado en el chat de su curso, no sólo se afecta su bienestar emocional, sino también su participación en clase y su rendimiento. El ciberacoso es una forma de violencia que no se detiene al final de la jornada escolar”, sentencia Camila Ovalle.

En este contexto, es relevante la reciente iniciativa legislativa del Senado, la cual aprobó en general un proyecto de ley que modifica la Ley 20.370 (Ley General de Educación) para prohibir o regular el uso de teléfonos celulares y dispositivos móviles en los establecimientos educacionales del país. Este tipo de regulación contribuye como un gran factor protector porque reduce la presencia de dispositivos que permiten chat continuo, fuera de horario, y con posibilidad de exclusión digital, lo que disminuye el entorno para que se generen dinámicas de exclusión o acoso en grupos de WhatsApp. 

Tanto las familias como las instituciones educativas tienen un papel clave: los padres deben mantener conversaciones abiertas con sus hijos sobre lo que ocurre en los chats, sin fiscalizar, pero mostrando interés genuino. “Observar señales como cambios de ánimo, evasión de temas escolares o resistencia a mostrar el teléfono puede ayudar a detectar situaciones de acoso. Por su parte, los colegios deben incorporar el uso de grupos de mensajería en sus políticas de convivencia digital, promoviendo espacios de diálogo y talleres sobre comunicación respetuosa en entornos virtuales”, recalca Ovalle. También se sugiere establecer canales confidenciales para que los estudiantes puedan denunciar exclusiones o agresiones. No se trata de prohibir los grupos, sino de educar en su buen uso. 

El fenómeno de los grupos de WhatsApp estudiantiles es una muestra de cómo la convivencia escolar se ha extendido al mundo digital. Afrontarlo requiere una mirada conjunta: reconocer que lo que ocurre en línea también forma parte de la experiencia escolar y emocional de los niños y adolescentes, y que educar para la convivencia digital es una tarea compartida.

Bow.care surge como una herramienta concreta para acompañar a los colegios en la detección temprana de los efectos que estas dinámicas digitales pueden generar. La plataforma permite monitorear indicadores de bienestar y riesgo psicosocial como ansiedad, aislamiento, desesperanza o autoestima, mediante evaluaciones breves, seguras y validadas científicamente, ayudando a los equipos psicoeducativos a identificar señales de alerta antes de que se traduzcan en crisis o deserción.

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Equipo Prensa
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