Durante años, la fórmula del éxito parecía clara: estudiar, obtener un título universitario y abrirse paso en un camino ascendente. Fue la promesa implícita que sostuvo el relato de la movilidad social, alimentó las aspiraciones de miles de familias y justificó la inversión en educación superior como un pasaporte seguro al bienestar. Hoy, pareciera que ese relato hace agua. Quienes egresan de la universidad lo saben, aunque nadie se los diga de frente.
Una reciente nota de The Economist lo resume sin anestesia: los graduados están “screwed”. A pesar de haber hecho todo “bien”, enfrentan empleos precarizados, sueldos que no alcanzan para independizarse, y una competencia feroz que viene tanto desde arriba (profesionales con más experiencia que no se jubilan) como desde abajo (tecnologías que automatizan tareas cognitivas). ¿Y en Chile? La realidad no es muy distinta.

Según el INE, en el primer trimestre de 2024, el desempleo juvenil en Chile alcanzó el 16,2%, casi el doble del promedio nacional. Pero más allá del desempleo, el subempleo y la informalidad son moneda corriente: muchos jóvenes titulados terminan en trabajos para los cuales están sobrecalificados, mal pagados y sin proyección. El SIES (del Ministerio de Educación) muestra que carreras como periodismo, historia o turismo presentan ingresos promedio al cuarto año de titulación que bordean apenas los $800.000 mensuales. Y eso, en un contexto de arriendos que superan fácilmente ese monto en ciudades como Santiago.

Lo más paradójico es que nunca habíamos tenido una generación tan preparada. Hablan inglés, manejan software, hicieron intercambios, tienen posgrados. Pero su principal activo —el título universitario— ha perdido valor en un mercado saturado de profesionales y exigente con las credenciales. Como señala el informe del Banco Mundial “Empleos para Jóvenes en América Latina”, la región experimenta una “desconexión profunda” entre lo que enseñan las universidades y lo que demandan los empleadores.

Y este dilema no solo afecta a los más jóvenes. También golpea a profesionales con más experiencia, que invierten decenas de miles de dólares en un MBA en Estados Unidos o Europa —en universidades como Harvard, Wharton, INSEAD, LBS o IESE— apostando por una reconfiguración de su carrera. Son inversiones millonarias (en matrícula, manutención y oportunidad), que muchas veces no tienen hoy el retorno esperado. En mercados como el norteamericano, las tasas de colocación laboral para egresados de MBA han disminuido post-pandemia, y los salarios base promedio —aunque aún altos en términos absolutos— han comenzado a estancarse o incluso retroceder. Grandes firmas de consultoría y banca, tradicionales empleadores de estos perfiles, han recortado contrataciones o alargado los procesos. La incertidumbre macroeconómica, la irrupción de la IA y la desaceleración de algunas industrias están haciendo que incluso un diploma de élite ya no garantice el mismo acceso automático al mercado que hace una década.

Mientras tanto, los jóvenes deben tomar decisiones estructurales cargando mochilas pesadas: deudas universitarias, imposibilidad de acceder a la vivienda, retraso en la conformación de familias o en la estabilidad emocional. Y en paralelo, observan cómo buena parte de la riqueza sigue concentrada en generaciones mayores, dueñas de propiedades, redes y capital político.

¿Qué hacemos con todo esto? Por un lado, urge una modernización profunda de la educación superior, más conectada con la realidad del trabajo, con énfasis en habilidades transversales y experiencia práctica. Por otro, necesitamos políticas activas de empleo joven, subsidios a la contratación, incentivos a la formación dual y un Estado que promueva industrias capaces de absorber talento calificado.

Pero también toca hacernos una pregunta incómoda: ¿estamos dispuestos a repensar el valor que le damos al trabajo, al conocimiento y al éxito profesional? Si no lo hacemos, corremos el riesgo de seguir graduando jóvenes y profesionales que, por más títulos que acumulen, no logren encontrar su lugar en el mundo.

Aunque el panorama es desafiante, no todo está perdido. En medio de la transformación del mundo laboral, también emergen nuevas oportunidades para quienes logren leer con lucidez los cambios y anticiparse. Hoy, más que acumular diplomas, se valora la capacidad de aprender rápido, colaborar con otros, resolver problemas reales y comunicar con claridad. Quienes logren conectar su formación con impacto tangible, mostrar criterio y pensamiento crítico, y construir redes genuinas, tendrán ventajas reales en un entorno que premia la autenticidad y la flexibilidad. En ese sentido, más que seguir preparando a los jóvenes para el “trabajo ideal”, deberíamos prepararlos para navegar un mundo laboral en permanente reinvención.

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Equipo Prensa
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