Faride Rendich Académica Facultad de Educación Universidad de Las Américas

La equidad de género se ha instalado como un tema urgente en la conversación pública, y con justa razón. Pero aún cuesta ver cómo esta preocupación se traduce en acciones concretas dentro de las aulas. Es en ese espacio -instancia en la cual niñas, niños y jóvenes aprenden, se relacionan y construyen sus identidades-, donde se siguen reproduciendo muchas de las desigualdades que decimos querer erradicar. Y es ahí cuando la formación de quienes enseñan se vuelve clave.

Formar docentes no solo implica entregar herramientas didácticas o dominar un currículum. También es enseñar a mirar el mundo críticamente, a reconocer los sesgos que arrastramos -incluso sin darnos cuenta- y a actuar desde una convicción ética que ponga en el centro la justicia educativa. Incorporar la perspectiva de género en la formación inicial de los profesores no puede seguir siendo un complemento: tiene que ser parte estructural de la profesión.

Esto implica revisar nuestras propias prácticas como instituciones formadoras. ¿Cómo evaluamos el liderazgo pedagógico? ¿qué tipo de autoridad promovemos en el aula? ¿cómo hablamos de diversidad, de afectividad, de poder? La formación docente basada en la práctica es una gran oportunidad para intencionar este tipo de reflexiones. Pero debe ser acompañada, discutida, y sobre todo, situada en los contextos reales donde se enseña.

La reciente creación de una comisión técnica para enfrentar las brechas de género en educación, liderada por Alejandra Mizala, es una señal potente desde el Estado. Ahora nos toca a las universidades responder con la misma seriedad: repensar los programas de formación, capacitar a nuestros académicos y mentores, y hacernos preguntas incómodas. Porque el cambio no pasa solo por declarar principios, sino por modificar las lógicas que seguimos reproduciendo año tras año.

No hay formación docente neutra. Y si no formamos a quienes enseñan con una conciencia clara de las desigualdades que existen, seguiremos perpetuándolas. La educación sin brechas de género no es una utopía: es una responsabilidad compartida, y empieza mucho antes de que alguien cruce por primera vez la puerta de una sala de clases como profesor o profesora.

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