Hablar de formación docente, y especialmente en educación inclusiva, es abordar una tarea tan desafiante como apasionante. Es una labor que nos mantiene en constante reflexión, buscando nuevas formas de enseñar y acompañar a quienes se preparan para ser profesores y profesoras en un mundo que cambia todos los días.
Formar docentes hoy es muy distinto a cómo lo hacíamos hace treinta años. Nuestros estudiantes llegan con otras miradas, con inquietudes distintas, con una relación más abierta frente a la diversidad y la discapacidad. Ya no hablamos solo de integración; hoy existe un profundo enfoque basado en los derechos humanos que atraviesa los planes de estudio y permite ver la diversidad como un valor, como una oportunidad para aprender y crecer.
Sin embargo, los tiempos también traen nuevos desafíos. Hoy necesitamos fortalecer la codocencia y el trabajo colaborativo, competencias que no siempre resultan fáciles de desarrollar. Nuestros jóvenes, por su propia forma de vivir y comunicarse, muchas veces tienen dificultad para trabajar con otros, para flexibilizar sus posturas o para escuchar sin juzgar. Y, sin embargo, enseñar desde la inclusión implica justamente eso: abrirnos al otro, aceptar la diferencia y aprender a construir juntos.
Ser profesor o profesora diferencial significa mucho más que dominar técnicas o estrategias. Es desarrollar una sensibilidad profesional distinta, profundamente humana, que nos permita mirar cada sala de clases como un espacio de encuentro, respeto y oportunidades.
Por eso, formar docentes para la inclusión requiere repensar nuestras propias prácticas sobre cómo podemos modelar de mejor manera a este futuro profesional y cómo mejorar nuestras propias formas de enseñar para realmente “enseñar a enseñar”.
Esto no solo tiene que ver con una competencia técnica, como diversificar el currículum, sino también con enseñar con la convicción de que cada estudiante puede aprender, siempre que encuentre un profesor o profesora que crea en él.
Equipo Prensa
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