José Pedro Hernández Historiador y académico Universidad de Las Américas
Cuando los españoles llegaron al valle del Mapocho en 1541, fundaron lo que hoy conocemos como Santiago. Pero no lo hicieron en un territorio vacío, estas tierras ya estaban habitadas, llenas de vida, historia y culturas que los recién llegados apenas comprendían. Para los picunches (mapuches del norte y habitantes originarios de la zona central de Chile), la irrupción de los europeos fue tan desconcertante como estremecedora. Eran hombres de piel diferente, cubiertos de brillantes armaduras y montados sobre animales desconocidos. A sus ojos, aquellos seres parecían dioses. Invencibles. Inalcanzables.
Durante un tiempo, esa ilusión se sostuvo. La relación entre conquistadores y conquistados se marcó por la imposición y el maltrato. Pero poco a poco, la admiración comenzó a resquebrajarse. Los picunches se hicieron una pregunta crucial: ¿eran realmente inmortales estos forasteros de metal?
Para despejar la duda, idearon una prueba. Engañaron a un soldado español con la promesa de que habían encontrado oro (un anzuelo habitual en la época, como lo fue con Diego de Almagro en su travesía hacia Chile). Lo llevaron a un paraje apartado y, en un acto premeditado, lo derribaron con un golpe de piedra en la cabeza. La sangre brotó. El supuesto dios sangraba como cualquier otro ser humano. El mito había caído.
La noticia se propagó como fuego en pasto seco. El temor reverencial dio paso a la rebeldía. Fue entonces que surgió Michimalonco (o Michimalongo), el toqui que encabezaría la resistencia. El 11 de septiembre de 1541, fecha que más tarde cobraría otros sentidos en la historia de nuestro país, estalló la gran revuelta. La ciudad de Santiago, aún precaria y compuesta apenas por unas cuantas cuadras rodeadas de cercas de madera, fue incendiada. Era el símbolo de la conquista y los picunches intentaron borrarlo del mapa.
Pedro de Valdivia, su fundador, no se encontraba en la ciudad. El destino del asentamiento parecía sellado. Pero entonces emergió una figura que la historia suele recordar con una mezcla de heroísmo y controversia: Inés de Suárez, amante del conquistador. En un acto desesperado y desobedeciendo reglas, ordenó y según las crónicas, incluso ejecutó ella misma, la decapitación de los caciques prisioneros. Luego, sus cabezas fueron arrojadas hacia los atacantes. Era una medida brutal, pensada para infundir terror. Contra todo pronóstico, funcionó. Los picunches se replegaron.
Así fue como la ciudad de Santiago logró sobrevivir y comenzar, nuevamente, a levantarse.
Este episodio nos muestra que incluso las creencias más firmes pueden cambiar cuando se enfrentan con la realidad. Los picunches perdieron el miedo al descubrir que aquellos “dioses” también sangraban. Y con eso, comenzó una historia de resistencia que forma parte de nuestras raíces.