Alberto Amon Jadue
Facultad de Ingeniería y Empresa UCSH
La formación profesional ha avanzado, pero el propósito sigue siendo una tarea pendiente. Chile ha aumentado el número de titulados, ha fortalecido los sistemas de acreditación institucional y ha certificado numerosas carreras, tanto técnicas como profesionales. Sin embargo, se forman competencias que no siempre bastan para desarrollar pensamiento crítico ni la capacidad de cuestionar. Tal vez porque los planes de estudio aún no lo priorizan de forma más contundente. El conocimiento, sin propósito, pierde su capacidad transformadora.
En 2025, más de 604.000 estudiantes de pregrado estudian con gratuidad. Representan casi la mitad de la matrícula del sistema de educación superior. En las instituciones adscritas, la cobertura alcanza al 66 %. Es un logro importante en acceso y equidad. Pero no basta con llegar: también es necesario preguntarse para qué, cómo y con qué visión se forma ese futuro profesional.
La formación con propósito no se limita a entregar herramientas técnicas. Implica también pensamiento crítico, visión estratégica, ética y coraje. Se necesita formar una generación de profesionales capaces de ver más allá de su especialidad, de hacer preguntas incómodas y, sobre todo, de saber cuándo decir que no. Saber cuándo detener una mala decisión, advertir un riesgo o priorizar el bien común es tan valioso como la capacidad de hacer. Formar criterio también es enseñar límites.
Pensar bien es anticipar, conectar ideas con contexto, considerar consecuencias, decidir con sentido. Pensar mal es diseñar un sistema de transporte como el Transantiago, sin planificar adecuadamente su operación, y terminar subsidiando durante años un modelo fallido que además reproduce malas prácticas como la evasión del pago. Pensar mal es aplicar políticas públicas como si fueran ejercicios de aula, sin comprender su complejidad ni prever sus efectos sociales. Y lo más grave: muchas veces, esas decisiones se ven condicionadas por intereses electorales de corto plazo.
Sin pensamiento crítico, la creatividad para innovar se dispersa y el impulso emprendedor se diluye entre fórmulas repetidas. La capacidad de cuestionar, anticipar consecuencias e imaginar soluciones nuevas se debe cultivar desde temprano. Para eso, es clave que el pensamiento crítico y el propósito se integren desde los primeros niveles de la educación superior. Porque pensar críticamente no solo ayuda a resolver problemas: también permite comprometerse con una causa, emocionarse con una idea y entender que el conocimiento bien orientado puede transformar realidades. En ese gesto, el pensamiento se convierte en esperanza activa.
No basta con saber hacer; hay que saber por qué hacerlo. Las decisiones que más daño han causado no siempre provienen de la ignorancia, sino de “expertos” que carecen de pensamiento crítico profundo. Una técnica sin conciencia puede ser más peligrosa que el desconocimiento.
Por eso, urge volver a una pregunta esencial: ¿para qué se educa? ¿Para cumplir requisitos, escalar en rankings, acumular diplomas? ¿O para formar personas capaces de pensar con libertad, actuar con responsabilidad y transformar con propósito?
Chile necesita más que buenos profesionales. Necesita profesionales con propósito. Ese es el rol clave que el sistema educativo debe abrazar y fortalecer. Personas que no solo dominen contenidos, sino que comprendan su impacto. Que no teman decir “no” cuando sea necesario. Que no se limiten a sostener estructuras, sino que se atrevan a mejorarlas.
Porque si pensar es fundamental, pensar con sentido es lo que realmente transforma. Y esa debería ser la verdadera meta de nuestra educación: no solo formar capacidades, sino formar convicciones.