Por Rely Pellicer, Subdirector de Educación STEM, Facultad de Ingeniería y Ciencias UAI.

Cada año, miles de estudiantes egresan del sistema escolar sin las herramientas necesarias para comprender el mundo que los rodea ni para imaginar un futuro distinto. Sorprende que tan pocos jóvenes opten por carreras científicas y tecnológicas en Chile, pero seguimos enseñando de la misma manera que hace décadas. ¿De verdad esperamos resultados diferentes sin cambiar nada de fondo?

La Educación STEM (Ciencias, Tecnología, Ingeniería y Matemáticas) es más que una moda educativa: es una respuesta urgente a los desafíos de un mundo que cambia a un ritmo vertiginoso. Sin embargo, en nuestras aulas —particularmente en la educación básica y media— seguimos viendo prácticas desconectadas de la realidad, de la curiosidad infantil y de las necesidades del siglo XXI.

Si queremos que más jóvenes lleguen a las carreras STEM en la universidad, debemos transformar radicalmente la forma en que enseñamos desde los primeros años. Programar debería ser tan básico como leer y escribir. No se trata de formar desarrolladores de software a los 10 años, sino de introducir el pensamiento lógico, la resolución de problemas y la creatividad computacional desde temprano.

También es indispensable enseñar estadística y razonamiento con datos en todos los niveles escolares. Vivimos rodeados de información, gráficos, encuestas y algoritmos, pero seguimos formando estudiantes que memorizan fórmulas sin entender qué significan los datos que consumen y producen.

El método científico y la ciencia experimental deben recuperar un lugar central en la enseñanza de la física, la química y la biología. Los niños y niñas deben aprender haciendo preguntas, experimentando, equivocándose y volviendo a intentar. No hay mejor motor para una vocación científica que la experiencia directa con la incertidumbre y el descubrimiento.

A esto se suma el pensamiento de diseño y el prototipado, competencias propias de la ingeniería, pero útiles en cualquier disciplina. Enseñar a los estudiantes a diseñar soluciones, construir modelos, probarlos y mejorarlos fomenta la autonomía, la creatividad y el aprendizaje significativo.

Sabemos que estas transformaciones no son simples. Requieren formación docente, inversión en materiales y, sobre todo, una visión clara como gestores de hacia dónde queremos llevar nuestra educación. Pero si seguimos haciendo lo mismo —clases expositivas, libros de texto descontextualizados y evaluaciones que premian la repetición—, no debemos sorprendernos cuando los estudiantes den la espalda a las ciencias y tecnologías en la universidad y a la verdad en la sociedad.

Es hora de tomar decisiones audaces. La educación STEM no puede ser un lujo, ni un optativo para unos pocos; debe ser el corazón de una escuela que prepara para pensar, crear y transformar. No hay tiempo que perder.

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