Chile no puede seguir postergando una discusión seria y bien informada sobre el aumento de la edad legal de jubilación. Haber promulgado recientemente una reforma sustantiva al sistema de pensiones no debiera servir como excusa para eludir un debate que, por razones demográficas y fiscales ampliamente documentadas, es ineludible. Por el contrario, la implementación de esta reforma exigirá nuevas adecuaciones y ofrece una oportunidad para abordar el tema con la anticipación y la evidencia que antes nos han faltado.

Elevar la edad de jubilación para quienes hoy ingresan al mercado laboral debiera ser trivial. La realidad futura sobre longevidad y condiciones de salud a edades avanzadas probablemente superará incluso los escenarios más optimistas de hoy. Es razonable asumir que quienes tienen 20 años en la actualidad llegarán a los 60 o 65 con capacidades laborales superiores a las de generaciones previas.

Del mismo modo, es imprescindible definir desde ya las reglas aplicables a quienes están en sus cuarentas. Los cambios en la edad futura de retiro impactan las decisiones laborales, de ahorro y de acumulación de capital humano. No es responsable improvisar cuando estas personas estén próximas a la edad de jubilación y ya no sea posible ajustar sus trayectorias laborales o previsionales.

Sin embargo, elevar la edad de retiro de forma responsable exige reconocer que los promedios ocultan desigualdades profundas. No basta con mirar la expectativa de vida promedio por sexo; es indispensable considerar las diferencias asociadas al nivel socioeconómico y a la condición de salud. Evidencia reciente lo documenta con claridad: estudios como Orrego (2025) estiman brechas de hasta diez años en la expectativa de vida a los 65 años entre grupos educativos altos y bajos. Ese tipo de heterogeneidad tiene consecuencias directas en la equidad de cualquier reforma.

La evidencia acumulada nos muestra un patrón conocido: así como un aumento excesivo del salario mínimo afecta de manera desproporcionada a los trabajadores de menor productividad, un incremento desmedido en la edad de jubilación impacta con mayor fuerza a quienes enfrentan peores condiciones de salud y menos alternativas laborales. En esos casos, el “trabajo involuntario” deja de ser una excepción y se transforma en un riesgo cierto si el diseño no considera adecuadamente estas diferencias.

Nuestra historia reciente debiera servirnos de advertencia. En la reforma de pensiones de 2008 llegamos tarde: recién entonces tomamos conciencia de que la mayoría de las personas desconocía cuánto cotizaba y cuánto pagaba en comisiones, y ni siquiera contábamos con datos centralizados sobre densidad de cotizaciones. En la reforma aprobada este año también llegamos con retraso, pese a saber desde hace décadas que una tasa de cotización del 10% era insuficiente para asegurar pensiones adecuadas.

Evitar un tercer retraso requiere reconocer que el país se está quedando sin tiempo. La demografía no espera. Abrir ahora un debate serio, informado y técnicamente riguroso es la única forma de diseñar una transición justa y sostenible hacia edades de retiro compatibles con la realidad del siglo XXI.

Julio Guzmán Cox – Académico Facultad de Economía y Negocios U. Andrés Bello

 

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