Suena irracional destruir la Tierra, pero es lo que la humanidad hace a diario. Satisfacer nuestras necesidades para alcanzar el confort provoca que cada 24 horas destruyamos una superficie de bosques naturales equivalente a casi 30.000 canchas de fútbol, vertamos 27.500 toneladas de tóxicos a la naturaleza y una cantidad no bien definida aún de plásticos a los océanos.
Todo ello provoca serios desequilibrios en los ecosistemas, generando su degradación y pérdida de especies. Poco a poco perdemos los servicios que la naturaleza nos regala, desde el más esencial de todos, el sustento de la vida, hasta el disfrute espiritual, pasando por el abastecimiento de materiales y los servicios de regulación de, por ejemplo, el clima.
Múltiples informes de organismos internacionales nos alertan sobre estos excesos. De hecho, dentro de los nueve límites planetarios que necesitamos no sobrepasar (elaborados por el Centro de Resiliencia de la Universidad de Estocolmo) ya tenemos sobrepasados seis: un umbral seguro para la subsistencia; la emisión de nuevos productos inexistentes en tiempos geológicos (por ejemplo, los plásticos); la integridad de la biodiversidad; el cambio climático; el flujo de nitrato y potasio; y el cambio de uso de suelos.
El diagnóstico es claro: la forma en que funciona nuestra sociedad nos lleva poco a poco al desastre. ¿Por qué, entonces, no se toman medidas concretas que permitan resguardar nuestro planeta? La respuesta no es fácil, pero -en el fondo- nos encontramos ante la complejidad del comportamiento humano, de cada uno de nosotros, que día a día busca un mejor pasar – lamentablemente- asociado a la tenencia de más bienes materiales y mayor calidad de ocio. Cada una de las decisiones que tomamos día a día, desde que compramos o no compramos hasta nuestros hábitos arraigados, contribuyen al desastre. Nuestra comodidad es el caballo de Troya para el planeta.
Cada día hay más personas conscientes de la responsabilidad que tenemos en la crisis ambiental, tenemos claro cómo inciden nuestros actos en la naturaleza, pero –sencillamente- no consideramos esto al actuar por mantener nuestro confort. ¿Cuántas personas estaríamos dispuestas a renunciar a usar medios de transporte contaminantes para pasar días de ocio en otro lugar? ¿Llegará el día en que seremos capaces de renunciar a ese ocio sólo para no generar una mayor huella de carbono? No, no será posible renunciar a las comodidades, básicamente, porque no tenemos los incentivos para ello.
¿Qué incentivo tenemos quienes vivimos en ciudades para cuidar los ecosistemas? ¿Qué ganamos con eso? Mientras no tengamos una respuesta convincente y motivadora a esta última pregunta, no podemos esperar cambios en personas que viven como si el planeta fuera infinito, en un mundo cómodo, atractivo, seguro, donde no se percibe en carne propia los efectos de la destrucción de los ecosistemas ni del cambio climático.
Este Día de la Tierra es para tomar conciencia. Pero, desgraciadamente, la conciencia no basta. Nuestro sistema político debería tomar las riendas y legislar para frenar la destrucción, pero difícil es tomar medidas impopulares para la ciudadanía y resistidas por el poder económico. Tenemos, entonces, que cambiar el sentido a este día y celebrar que contamos con un año más de planeta para vivir.
Equipo Prensa
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