Dra. Andrea Mahn, vicedecana de I+D de la Facultad de ingeniería de la USACH.
La extensión por diez años de la Ley de Incentivo Tributario a la Investigación y Desarrollo (I+D) no solo amplía un beneficio fiscal, sino que abre una nueva etapa que desafía a las universidades públicas a redefinir su rol en el ecosistema de innovación. Ya no basta con ofrecer capacidades tecnológicas “a demanda”; hoy se requiere una participación activa, estratégica y articuladora, capaz de vincular ciencia, industria, Estado y sociedad civil en torno a objetivos de desarrollo común.
Si bien durante los últimos años hemos visto avances importantes en el vínculo entre investigación y sector productivo, esta prórroga de la Ley debe ser ocasión para una reflexión más profunda: ¿cómo usar este instrumento no solo para estimular el gasto privado en ciencia, sino también para transformar estructuralmente nuestra capacidad de articulación, impacto y liderazgo desde lo público?
Desde su entrada en vigencia en 2008, la Ley ha sido un catalizador para acercar la ciencia a la empresa. No obstante, sus beneficios han sido aprovechados principalmente por grandes compañías, dejando fuera a una mayoría de pymes que, con el apoyo adecuado, podrían dinamizar y diversificar la matriz productiva del país. Este desbalance, sumado a la baja penetración del instrumento en regiones y sectores emergentes, ha limitado su real potencial transformador.
Frente a este escenario, la estrategia para los próximos diez años debe ser clara y ambiciosa: orientar los incentivos hacia sectores de alto impacto público —como inteligencia artificial, biotecnología, tecnologías limpias o salud digital—, diseñar mecanismos diferenciados que faciliten el acceso de las pymes, y robustecer la integración de la Ley con políticas nacionales de transformación digital, descentralización y desarrollo productivo sostenible.
En este contexto, las universidades públicas tienen una oportunidad histórica para repensar su rol. Deben trascender su papel de proveedoras tecnológicas y posicionarse como puentes articuladores que construyen alianzas sólidas con el sector productivo, gobiernos locales y comunidades, promoviendo el uso de esta Ley como un bien público al servicio del desarrollo nacional.
Para ello, se requiere un rediseño de sus estructuras internas. Las políticas de investigación deben estar alineadas con un propósito público, estableciendo lineamientos estratégicos para la investigación aplicada, la transferencia tecnológica y la colaboración público-privada, en coordinación con CORFO, ANID y los gobiernos regionales. Las Oficinas de Transferencia Tecnológica, por su parte, deben contar con equipos interdisciplinarios —jurídico, técnico, comercial— capaces de identificar oportunidades de I+D con empresas, gestionar propiedad intelectual y acompañar de manera cercana a investigadores/as en la postulación y certificación de proyectos.
Además, en esta nueva etapa sería deseable contar con unidades especializadas de apoyo a pymes e innovación abierta, y con comités territoriales de I+D que permitan levantar prioridades estratégicas desde los territorios. Junto con ello, implementar unidades de evaluación de impacto que generen evidencia sobre los efectos sociales, económicos y ambientales de los proyectos desarrollados bajo esta Ley.
Si las universidades públicas adoptan esta visión integradora y estratégica, estaremos en condiciones no solo de ampliar el uso de los beneficios de la Ley de I+D, sino también de liderar un nuevo pacto de desarrollo.