Por Sergio Francisco Carrillo Álvarez.
Periodista, Licenciado en Comunicación Social.
Profesor de Lengua Castellana y Comunicación, Licenciado en Educación.

Una escena de aula captada en video, un pupitre levantado en señal de amenaza, gritos cruzados entre un profesor y sus estudiantes, y el peso viral de una grabación que da la vuelta por todo el país. El caso ocurrido en el Centro Educacional liceo de San Ramón ha provocado reacciones inmediatas: suspensión del docente, repudio en redes sociales y una cadena de juicios públicos a partir de un minuto de registro visual.

Pero: ¿y si nos detenemos a observar más allá del escándalo?

Lo primero que hay que decir con claridad es que ninguna amenaza o acto de violencia —ni física ni verbal— es aceptable en el contexto escolar, y menos aún por parte de un adulto que representa autoridad. Sin embargo, limitar la comprensión del hecho a ese solo momento es ignorar el verdadero problema: el profundo deterioro que viven nuestras comunidades educativas.

El video comienza con una discusión sobre el uso del celular. El profesor, según los estudiantes, lo utiliza en clase, mientras ellos tienen prohibido hacerlo. Le reclaman con una frase cargada de simbolismo: “tiene que dar el ejemplo”. Esa frase, dicha por un estudiante en medio de una confrontación, nos da una pista poderosa: los roles dentro del aula se están desdibujando.

Como sociedad, hemos depositado en los profesores no solo la enseñanza de contenidos, sino también la tarea de formar, contener, escuchar, mediar y resolver conflictos que muchas veces exceden lo pedagógico. Y lo hacemos sin dotarlos del respaldo suficiente, ni desde lo institucional ni desde lo social.

Por otra parte, la posibilidad de grabar todo en tiempo real ha transformado los espacios escolares en escenarios susceptibles al escrutinio público inmediato, sin contexto, sin matices. Cuando un video se edita o se comparte desde un solo ángulo, lo que se expone ya no es un hecho educativo, sino una representación de alto impacto emocional, lista para ser condenada o burlada en cuestión de segundos.

¿Debemos sancionar al profesor? Si la investigación así lo determina, por supuesto. Pero también debemos preguntarnos qué acompañamiento tuvo antes, qué condiciones enfrenta a diario en su sala de clases, qué protocolos existen para situaciones de conflicto, y por qué llegamos al punto en que levantar un pupitre parece —para ese adulto— una forma de defensa.

Este no es un caso aislado. Es el reflejo de una escuela que ha perdido su centro: donde la autoridad se confunde con autoritarismo, donde los jóvenes reclaman derechos sin aceptar deberes, y donde los adultos, muchas veces agotados y solos, reaccionan desde el límite, no desde la vocación.

Llamado a la acción

Dada, esta situación, es urgente realizar un llamado a las autoridades del Ministerio de Educación, los sostenedores, los gremios docentes, los padres y apoderados, y los propios estudiantes: a que reconstruyamos juntos el respeto en la sala de clases. Que el celular no reemplace la conversación. Que el escándalo no reemplace la reflexión. Y que la educación vuelva a ser un espacio seguro, digno y humano para enseñar y aprender.

 

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