Por Dylan Craven, investigador asociado de Data Observatory, profesor asociado Centro GEMA Universidad Mayor
Nuestra especie tiene una fecha de caducidad que se acerca cada vez más rápido, porque no hemos sabido resolver las dos crisis globales que azotan a nuestro planeta: la pérdida de la biodiversidad y el cambio climático. Por un lado, el aumento de la temperatura y la intensidad de las sequías reduce los lugares donde podemos sobrevivir; la mortalidad humana aumenta significativamente con temperaturas mayores de 38 °C y en áreas afectadas por sequía, ya que las sequías aumentan la circulación del polvo al secar los suelos, lo que resulta en un aumento dramático de la incidencia de enfermedades cardiovasculares y respiratorias. Ambos fenómenos también reducirán la producción de cultivos que son requeridos para abastecer de comida a las 8.200 millones de personas habitando el planeta. Por el otro lado, la pérdida de biodiversidad tiene y tendrá impactos negativos en la provisión de las contribuciones de la naturaleza a personas, como el suministro de alimentos, la depuración de aguas y el control de inundaciones.
Si bien se ha aumentado la concienciación sobre el estado de los ecosistemas de nuestro planeta en los 50 años que llevamos celebrando el Día Internacional de la Educación Ambiental, aún nos faltan las herramientas para i) reducir la emisión de gases de efecto invernadero y limitar el aumento de la temperatura (2024 fue el primer año en el que la temperatura global superó en 1,5 °C la temperatura preindustrial) y ii) evitar la pérdida de hábitat y la introducción de especies invasoras que siguen causando extinciones de especies. Está claro que nuestros intentos de abordar ambas crisis planetarias han fracasado, y como dijo Albert Einstein, “la locura es hacer lo mismo una y otra vez y esperar resultados diferentes.” ¿Entonces cómo podemos cambiar la educación ambiental desde ya para evitar el colapso de nuestro planeta? .
Entre los mayores desafíos para mitigar la pérdida de la biodiversidad está la ceguera de la biodiversidad, que es el desconocimiento a las especies que componen la biodiversidad y cómo ella varía en el espacio y el tiempo. Sin esa “línea base”, caemos en la trampa de lo que se llama el síndrome de la línea de base cambiante, que ocurre cuando se conforma con el estado actual de los ecosistemas por desconocer el estado de los mismos hace 10, 50, o 100 años. Si no sabemos cuántas especies hay ahora o dónde ocurren, ¿cómo podemos proyectar el cambio en la diversidad de plantas, hongos o animales hacia el futuro? ¿O cómo saber en qué parte de Chile la biodiversidad es más vulnerable al cambio climático? Para montar un sistema de monitoreo de la biodiversidad adecuado, no solo es necesario inspirar a los estudiantes para que estudien la botánica, la entomología o la ornitología, sino también procurar que tengan suficientes capacidades cuantitativas para analizar los datos del sistema de monitoreo de la biodiversidad y predecir los patrones de esta para diversos escenarios de cambio global, que toman en cuenta teniendo las interacciones del clima con los sistemas de economía, energía, agricultura, uso del suelo y tecnología. Sin embargo, las soluciones a los desafíos de esta envergadura no surgen de textos disciplinarios, sino que surgen de espacios donde expertos de varias disciplinas puedan encontrarse y alimentar sus ideas con creatividad. Pero los expertos no aprenden a ser creativos a los 35 años, pues aprenden como parte de su formación en el colegio y la universidad, siempre y cuando haya espacios donde puedan ponerla en práctica. Si se implementan estas sugerencias en los programas de educación ambiental, aún quedará la incógnita de si quedará tiempo suficiente para ver si dan fruto, dado que pronostican que los colapsos ecosistémicos se acelerarán en los próximos 10 a 20 años.
Equipo Prensa
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