José Pedro Hernández
Historiador y académico de la Facultad de Educación
Universidad de Las Américas

Un 24 de octubre de 1842, a las 12:30 horas, en Lima, Perú, fallecía Bernardo O’Higgins Riquelme, uno de los «Padres de la Patria» chilena. Su muerte, lejos de su tierra natal y en un entorno íntimo, alejado de los fastos que su figura histórica mereciera, invita a reflexionar sobre sus últimos años y el contexto de su deceso.

Rodeado de su círculo más cercano (su media hermana Rosa, su hijo Pedro Demetrio, y las mujeres mapuches que le habían acompañado fielmente desde su exilio en 1823), O’Higgins encontró su fin. La ausencia de su madre, Isabel Riquelme, fallecida en 1839, seguramente acentuó la melancolía de esos últimos momentos. La imagen contrasta fuertemente con la grandeza de sus logros: la independencia de Chile y sus primeros años como nación.

La pregunta inevitable es ¿por qué murió en Lima y no en nuestro país? Su abdicación en 1823, un acto de patriotismo para evitar una guerra civil, lo llevó al exilio voluntario. Aunque intentó regresar a Chile en varias ocasiones, las circunstancias políticas y las tensiones con sus antiguos aliados lo impidieron. Lima, donde había encontrado refugio y cierta estabilidad, se convirtió en su último hogar.

Su figura es un ejemplo paradigmático de la dificultad que conlleva la construcción de una nación. O’Higgins, un líder militar y político visionario, implementó reformas cruciales para el desarrollo de Chile: la creación de instituciones como la Biblioteca Nacional y la reapertura del Instituto Nacional, la promoción de la educación y la abolición de los mayorazgos y títulos nobiliarios, acciones que le granjearon tanto admiración como enemistad. Su pragmatismo, su habilidad para negociar con potencias europeas y su compromiso con la construcción de un Estado moderno, contrastan con las acusaciones de autoritarismo que lo persiguieron.

Tras su muerte, los restos de O’Higgins fueron repatriados a Chile en 1869, recibiendo sepultura en una fastuosa ceremonia en el Cementerio General. Sin embargo, desde agosto de 1979, descansan en el Altar de la Patria, ubicado en la Alameda, una de las obras más emblemáticas de su gobierno.

Sus últimos años estuvieron marcados por la soledad y el destierro, una experiencia que sin duda contrastaba con su intensa vida pública. Su muerte en Lima, alejado del clamor popular, no disminuye la importancia de su contribución a la historia nacional. Más bien, nos recuerda la fragilidad de la gloria y la complejidad de las figuras históricas, que a menudo se ven envueltas en contradicciones y desafíos que trascienden su propia voluntad.
Su fallecimiento, en un entorno íntimo y familiar, quizás refleje la necesidad de un descanso final sin el torbellino político que tanto le había marcado. La muerte de O’Higgins es, por lo tanto, no solo un evento histórico, sino un símbolo de la compleja trayectoria de un hombre que dedicó su vida a la causa de la independencia y la construcción de una nueva nación.

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